top of page
El rasgar de mi mirada

​

​

​

Lo primero que me encontré fue un camino blanco y pedregoso, donde las curvas empinadas no me dejaban apreciar el resto del paisaje que tenía frente a mí. Si me daba la vuelta, un manto gris ocultaba lo que yo pensaba que era la mejor opción y mi vía de escape, pero la oscuridad que formaba esa niebla daba más miedo que empezar mi camino en solitario.

​

Yo, joven e inmadura, era la primera vez que tenía que salir de mi hogar e intentaba creerme que realmente era independiente para poder vivir de una forma autosuficiente. Cogí una bocanada de aire limpio y dejé que la inercia y el instinto tiraran de mí.

​

Tardé menos tiempo del que pensaba en pisar terreno llano, pero aún así mis cortas patas no estaban preparadas para tanto trote, así que descansé a la sombra de una palloza junto a otros caminantes con los que me daba vergüenza interactuar.

​

Cuando proseguía mi camino y notaba que iba coordinando mejor mi marcha, vi de lejos a un hombre de pie inmóvil, con bastón y sombrero de peregrino intentando que el viento y la nieve no le hicieran salir por los aires. La gente le saludaba y se paraba a descansar junto a su figura, así que hice lo mismo mientras él continuaba quieto, y seguramente así seguirá incluso a día de hoy.

​

Todas las personas que veía iban más preparadas que yo, con una velocidad envidiable y en pequeños grupos. Me saludaban gentilmente, aunque la mayoría de las veces no entendía lo que me decían, pero por sus sonrisas suponía que era algo bueno. No sé si se me quedaban mirando por mi soledad o esperando alguna respuesta por mi parte, la cual nunca llegaba, así que apartaba la mirada rápido de ellos.

​

Después de varios tropiezos y caídas por una “corredoira” de robles y castaños con una cuesta abajo de infarto, y tras dejar una iglesia con tres castillos en su torre, me dispuse a recorrer el cauce del río que por allí discurría, lleno de sonidos variopintos que captaban mi atención a cada paso que daba. Intentaba descubrir donde estaban el resto de animales que hacían recitales en la sombra, pero no tenía éxito. Al fin, los dejé atrás para adentrarme en un monasterio poco conocido por los otros caminantes, o simplemente olvidado por muchos, tal y como me sentía yo.

​

Hubo un punto en mi viaje en el que empezó a ser difícil preservar mi soledad y eso, para un ser tímido como yo, suponía un problema. No sabía interactuar con personas y no les entendía, cada grupo hablando en un idioma distinto cada cual más raro hasta que, tras cruzar un puente kilométrico que sobrepasaba el río más ancho que había visto hasta la fecha y subir unos escalones de piedra con una pequeña capilla en su tramo más alto, los encontré. Chicos y chicas jóvenes cuya sonrisa era más tierna y sincera que las otras personas, que transmitían calma y tranquilidad, que sin decirme ninguna palabra me tendieron la mano en señal de confianza. Sin hablar nos entendíamos.

​

Dejé de sentirme sola.

​

Empezamos a caminar juntos, a hacernos compañía. No parecían amigos de hace muchos años, me daba más la sensación de que se habían conocido caminando. Todos tenían su propia historia detrás y los motivos por lo que dar un paso más. Los míos realmente no los tenía claros, pero lo que era seguro es que este viaje me estaba cambiando: me notaba más fuerte, más segura, con menos miedo a lo que me rodeaba y con ganas de lo que podía venir después.

​

Y tras haber subido y bajado diferentes perfiles, cruzado riachuelos que hacían que aquel calor se disipara durante unos minutos y probado diferentes manjares que me ofrecían mis compañeros (¡qué maravilla el pulpo!), aquí me encuentro, enfrente de un edificio que parece estar sumergido en el más profundo de los océanos pero que, de alguna manera, brilla ante mis ojos. Incluso un ser como yo sabe apreciar la importancia de esa catedral y lo impresionante que es. Las personas que la ven después de su arduo trayecto se emocionan y funden en abrazos, gritos y besos. Mis compañeros hicieron lo mismo, incluso me abrazaron. Aunque nuestros caminos se separen va a ser difícil que durante mi corta vida pueda olvidarles después de lo que me han estado cuidando.

​

Al principio cuando mi madre y mis hermanos me abandonaron en aquel camino pensé que no sobreviviría, al fin y al cabo, ser una gata cachorra desterrada es una cuestión complicada. Todo es gigante y desconocido a mi alrededor. Además, mi manto carey hace que la superstición envuelva la mente de las personas y piensen que su suerte está truncada. Mis compañeros fueron lo únicos que supieron estar conmigo sin estar, comunicarse sin hablar, cuidarme sin ser de su misma especie y ayudarme a buscar mi propio lugar, y por eso estaré siempre agradecida.

​

Ahora gracias a ellos os he encontrado a vosotros, mi nueva colonia felina, mi nueva familia, en la mismísima ciudad de Santiago de Compostela (o así se hace llamar) para que pueda entreteneros, ayudaros y cuidaros a vosotros al igual que algunas personas y el Camino hicieron conmigo. Así que solo me queda decir: “Buen camino a todos”, o dicho de otra manera: “Miau”.

​

 

 

 

Patricia Cantero Campos

Mayo 2022

bottom of page